La terquedad del inconformista.

Agosto 23, 2019

Escribir sobre el trabajo de Alan Fletcher no es difícil. Su trabajo está tan lleno de magia y es tan único que uno podría simplemente callarse, leer los títulos y disfrutar las imágenes una tras otra. De hecho, la primera vez que lo vi dando una conferencia sus palabras fueron, si recuerdo bien, en tono grave y durante 45 minutos: Slide one. Slide two. Slide three. Slide four…
Se ha escrito mucho sobre él y sobre Pentagram, para muchos equivocadamente lo mismo, durante los últimos 50 años. Cualquier intención de hacerlo de nuevo me sabe a fritto misto y a él no le gustaría eso (lo de hacerlo de nuevo. Sí le gustaría el fritto).
Empecé escribiendo sobre su libro “The art of looking sideways”, no traducido al castellano, pero que significa algo como “El arte de mirar de lado” (como cuando uno inclina la cabeza para leer el lomo de un libro en una librería).
Un rato más tarde descubrí que mientras escribía sobre el libro estaba en realidad describiéndolo a él. El libro y Alan son el mismo.

Una tarde de abril de 1991, mientras terminaba unas cosas en el escritorio de Pentagram (mi entonces flamante nuevo empleo en Londres), una impresora a mi lado empezó a escupir hojas sin parar. Levanté la cabeza y vi a lo lejos a Diana, la asistente Alan. Agarré la primera hoja y la leí.
«El puente de Santa Trinitá en Florencia, dinamitado durante la última guerra, fue reconstruído a partir de fotografías y de los dibujos originales de Ammanatti. Una dificultad fue que las curvas de los arcos no respondían a la geometría tradicional. Algunos especularon con que eran curvas catenarias -la forma resultante del peso de una cadena tomada por sus dos extremos-, otros que derivavan de la forma de un violín. Finalmente alguien sugirió que debían haber sido dibujadas a mano por alguien más talentoso que Ammanatti. Y tuvo razón. Cuando Cosimo I comisionó el puente, estaba simultáneamente tratando otros asuntos con Miguel Angel. El diseño original de los tres arcos del puente puede apreciarse grabado en la bóveda de los Medici, en los Sarcófagos de La Aurora, por Miguel Angel.»

La incidencia de su práctica profesional es incalculable. Para varias generaciones de diseñadores gráficos de todo el mundo, podría decirse, aunque parezca una irreverencia, que la influencia de su pensamiento es aún mayor que la de su obra gráfica. O acaso son la misma mirada. Tuve la alegría de trabajar con (para) él envuelto en la mística de una empresa cuyo valor innovativo, su metodología y su modalidad productiva, configuran un paradigma largamente imitado, pero nunca igualado.
Su anteúltimo libro, “The art of looking sideways”, es una verdadera ensalada de citas preciosas e imágenes únicas, rescatadas de la memoria visual de la humanidad, y constituye un tesoro imperdible. La puesta en página deliciosa, inconformista, iconoclasta, establece laberintos y derroteros que se fusionan con el contenido de tal manera que la interacción es constante y sorprendente.
Cada página es un mundo. Una revelación. Cada página podría ser el plato principal o un postre y cerraríamos el libro con una sonrisa. Y siempre viene otra delicia, más disfrutable que la anterior. Todos hemos soñado siempre con este libro. Es más, da la sensación de que siempre ha existido. Su atemporalidad, su pluralidad y su mirada enorme y generosa lo convierten en uno de los hitos del diseño y su larga historia. (¿Acaso de la historia de todos los libros también?) Este libro debía existir.

-It’s a book. Hace veinte años que trabajo en él. -me dijo con una inusual sonrisa (su parquedad es célebre), sorprendiéndome por detrás. Yo ya sabía de la existencia de ese libro pero pretendí que no. Agarró sus hojas y siguió su camino, de vuelta al ritual cotidiano del Martini seco con maní de las siete, cuando ya todos se fueron a sus casas.
Años de labor, búsqueda, análisis, recopilación, viajes, referencias, infidencias, anécdotas, recuerdos, fantasías, reflexiones, fueron construyendo con un finísimo humor, pleno de humanidad, este libro iluminado por una sonrisa de sabiduría genuina, la de aquel que ha aprendido todo desde la cocina, de la práctica, y lo cuenta con el ascetismo y la humildad de los grandes. Nos habla de cosas de todos los días que miradas menos avizoras hubieran dejado pasar. Como una enciclopedia de la calle nos está diciendo, como Macedonio “no toda es vigilia la de los ojos abiertos”.
No es una historia del diseño ni por casualidad. Ni un ensayo sobre la semiótica. Ni un libro sobre la teoría de la forma. Ni una enciclopedia al azar. Ni nada descriptible en términos editoriales. Es un libro para diseñadores, para científicos, para amas de casa, para cocineros, para médicos, para astronautas, para niños y para adultos. Para todos. Sólo hace falta una mente abierta y prepararse para confrontar la diferencia entre ver y mirar.
Como dice en su crítica Jeremy Myerson, “creo que Alan escribió este libro para mí”. Todos pensamos lo mismo. Todos sentimos que tuvimos algo que ver en esta obra, que nos involucra, porque involucra a todos. Y a todo. Todos sentimos que nos ha sido dedicada. Dice Alan, “este libro trata sobre muchas cosas que nunca me fueron enseñadas”.
Toda la encantadora y erudita información que Alan comparte en su libro, nos llega en un momento, dice Steven Heller, en que voluminosos textos nos explican qué es el diseño. Esto es Diseño. La mirada curiosa de un Maestro que nos recuerda, con sencillez, la alegría de vivir con la imagen. Mas allá de las palabras.
Esa tarde, hace unos veintisiete años, a las ocho, como todos los días, se levantó con su pila de papeles, notas y cigarrillo cuan apéndice, y se fue a su casa de Notting Hill, a metros de Pentagram. Fue un momento insignificante para todos. Pero yo sentí haber vivido un momento único (en mi historia). En el libro, unas quince líneas en cuerpo 7 en la página 146 cuentan la historia del puente tal como la ví salir de esa máquina. Esa página representa un momento irrepetible que se resignifica cada día, que está pegado a la mirada sonriente del maestro.

El 21 de septiembre de 2006, en Londres, el cielo (o el infierno) se convirtió en un lugar más interesante. El no querría que lo lloremos sino que usemos esa energía para trabajar más duro y divertirnos más.

Alan Fletcher era inmortal antes de conocerlo. Cada aparición suya detenía el mundo y los acontecimientos siguientes se simplificaban. Todo parecía más sencillo, más divertido, más interesante. La forma en la que describía o mostraba el nuevo trabajo y sus posibles soluciones eran casi humillantes para los presentes. Naturalemente uno se sentía como un idiota por no haber visto esa solución. La obvia.
Con una letra, una mueca, un comentario microscópico en el momento indicado -ni antes ni después-, Alan podía cambiar el clima de una conversación, convertir una puesta de sol en un ocaso histérico, transformar una etiqueta vulgar recogida de la basura en un dragón chino, o una fuente en una plaza en un viaje de descubrimientos. Su manera de señalar y de mirar las cosas desde ángulos distintos es su más notable e inimitable legado.
Abrir su último libro “Picturing and poeting”, después de visitar su exposición en el Design Museum fue como un banquete para un hombre hambriento. Saber que no podré visitarlo ni ver nunca más por primera vez uno de sus trabajos me desarma.

Lorenzo Shakespear
Ilustración de Alan Fletcher, 1993, para The British Chartered Society of Designers.