Fly me to the moon. Parte 3.

Reflexiones sobre el diseño de la experiencia del usuario de aeropuertos.

El aeropuerto es a los lugares lo que el esperanto es a los idiomas. Ya todos entendimos la maquinaria de la publicidad y del marketing. Es fácil vendernos ilusiones sólo porque estamos dispuestos a creerlas en la ficción momentánea del deseo. Debemos entender qué tipo de contenidos son de mayor interés para la compleja audiencia aeropoertuaria. Claro, contenidos, como abstracción, es un concepto inaceptable y estéril en el ámbito emocional de un viaje.

El aeropuerto parece democratizar las posibilidades de todo. Como cuando nos sumergimos en una película que nos involucra, en una obra de teatro que nos conmueve, en un paisaje que nos relativiza, en un momento musical que nos embarga, o en un acontecimiento que nos transporta. ¿Por qué no hablar de historias con las que la gente se pueda emocionar y relacionar? Ya estamos en modo viaje. Todo es mejor. Todo es exclusivo. Todo es mío. Todo es bastante relativo.

Ampliar y amplificar la experiencia del viajero implica, para éste, recuperar la magia y el enamoramiento de viajar. E invisibilizar el trámite.
El aeropuerto es un escenario de emociones; un club, un mall, una película, una pasarela, un teatro, una vidriera o un paisaje. Es día y noche, felicidad y excitación, irse y llegar y volver. Es un ratito y una eternidad. Pero sobre todo es prólogo y epílogo de historias que serán y fueron.

Es un error creer que la solución se encuentra en la tecnología per se. Es un recurso extraordinario pero no es nada sin una idea. El valor de la experiencia del usuario está basado, sencilla y obviamente, valga la redundancia, en el usuario. La persona. Ella es la clave. El trabajo es entender a las personas y conectarlas con ideas. Esto genera posibilidades. Ninguna tecnología, estrategia, algoritmo, ni plan comercial puede trascender sin una buena idea.
Clarificado esto como concepto rector, la oportunidad está, como casi siempre, en las emociones.

Lorenzo Shakespear.